El Corazón del Valor
¿Y si en un mundo de fantasía donde la magia parece imposible, un grupo de adolescentes hiciera un último intento por encontrarla?
- Dos heroínas
- Una cueva del tesoro
- Magia de varias clases
- Acampadas
- Adolescentes que maduran… bueno, un poquito
- Un niño ¿inofensivo?
- Miles de pillablines
- Persecuciones y combates
- Victorias y derrotas
- …y un bonito mapa
Esta historia contiene:
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Día 42 de la primavera del año 873
Nos atrevemos a la aventura
La costa norte del Mar Serpiente se aventura en una formidable selva de robles, fresnos, abedules, piceas, sauces y una miríada de verdor. Escasos y lejanos entre sí son los asentamientos de gentes honestas y duras que bregan con la naturaleza más salvaje en su vida ordinaria. Es habitual creer que las gentes del norte son capaces de sobrevivir a cualquier cosa, y eso suele ser verdad, excepto de quienes viven en la ciudad de Lwgar, particularmente si se trata de jóvenes ricos a punto de abandonar su adolescencia.
Sueños de tesoros
¿Conoces a Doredai? Cuando comienza nuestra historia tenía 16 años y ni la menor idea de qué hacer con su vida más allá del verano. Sus vacaciones serían «perfectitamente» perfectas claro, ¿pero luego? Papá, esto es su papá, la iba a mandar a la Universidad de Almans, muy lejos, al sur, donde la gente habla raro y no conocería a nadie. Así que llamó a sus mejores amigos para una última aventura, como cuando eran pequeños, solo que ésta sería auténtica.
Abuelita le había regalado un mapa por su noveno cumpleaños que había salido de la tienda de Zurra. Sí, la famosa Yaya Zurra que todos creían que su mamá era pillablín porque —esto te prometo que era verdad— era fea, fea y superfea.
Me preguntarás qué es una pillablín y qué importancia tiene. Bueno una pillablín o un pillablín, porque son de toda clase y género, son criaturas de la altura de un niño de doce años, más o menos. Tienen la piel de beige a verde pálido, los ojos del color de las castañas y el pelo como la arcilla cocida, además de unas orejas grandes y puntiagudas. (Aunque todo eso puede variar, estamos abreviando).
Sobre la importancia que tiene, verás, en ese lugar y tiempo se pensaba que los pilloblines era taimados, astutos, cobardes, tramposos y toda clase de cosas malas. Pero también se creía que sabían de magia. Así que los libros y mapas que Yaya Zurra sacaba del fondo de su sótano eran sospechosos de estar tocados por la fantasía auténtica.
Así que imagina que vivieras en esa época y creyeras en esas cosas y acabaras de cumplir nueve años. ¿Qué pensarías de un mapa preciosamente decorado, trazado con tintas brillante sobre el pergamino más fino, que te mostrara bosques y colinas cercanas a tu ciudad, y que tuviera en su centro una cueva del tesoro, descrita con minuciosidad? Y que, encima, incluyera en dicho tesoro, una gema mágica, el... corazón del valor, capaz de curar cualquier cosa, a cualquiera que no estuviera ya oliendo a muerte.
Con ese mapa Doredai y sus amigos vivieron las aventuras más grandes que sus imaginaciones pudieron tejer. Al principio creyeron que todo era real, pero pronto se dijeron que hablaba de cosas antiguas de los tiempos míticos pero, ya adolescentes, solo se reían de los niños que habían sido. Por eso, el día que Doredai convocó a sus amigos tuvo que superar alguna reticencia o cinco.
—Doredai, de verdad, que ya somos demasiado mayores para vivir cuentos. —Artín, que así hablaba, era un muchacho que amaba los ricos queques de su aya osumana* sobre todas las cosas. En cuanto a los libros de fantasía, aunque les siguieran gustando, pensaba ya que eran imposibles de creer.
—Al «muchito» contrario, Artín, tenemos la edad justa. Ya no pueden llamarnos niños y vamos a pasar las vacaciones más largas de nuestra vida. —Tenía razón, pues ya llevaban dos semanas y no iniciarían curso hasta el otoño.
—Mis padres estarán encantados. ¡En el bosque no hay ni que pagar alojamientos! —Esta era Bawa, una chica con mofletes casi más grandes que los de Artín y con una ilusión inmensa por representar a su ciudad en el Gran Parlamento de Erys.
Doredai saltó con un «sí» gigantesco, que acompañó con un plan sencillo para acabar de convencer a Artín. —Pip, tráenos más dulces rapidito, rapidito.
Este Pip era un niño de labios finos, piel pálida, pelo cortado siempre muy corto y que mantenía sus ojos en el suelo. Era de esos niños que las personas libres solo querían ver si tenían algo que mandarles, que visten con telas baratas y colores apagados y los tienen solo para trabajar. Era Pip, en resumen, un esclavo que desde que podía recordar había servido a la señorita Doredai.
Tan pronto como el niño marchó a su encargo, Caud un chico vestido en seda y oro, el más rico de todos, quiso intervenir —Pero Dawa, Doredai, dejémonos de tonterías, el mapa no... es... real, ¿ver-dad?
—¡Obvio! —Doredai levantó las manos como si rezara a su diosa favorita, la del amor. —Pero da igual. Recuerda que lo importante nunca fue el tesoro sino nuestras aventuras. Ahí vamos ahora: los bosques, los montes, los ríos, nos esperan todos los lugares con los que soñamos. Evitaremos a los lobos, engañaremos a los pilloblines, resistiremos las tormentas, cazaremos nuestra comida y viviremos como verdaderas gentes del bosque. Nuestros últimos días juntos serán los mejores de nuestra vida. ¡Por favor! ¡Vamos!
Pip entró en ese momento dejando los dulces sin que nadie le prestara atención.
—Dori, por lo menos llevaremos esclavos, ¿no? —Dijo una joven también destinada a la política y que nunca había salido de la ciudad. Se llamaba Aeliar y se dirigía cariñosamente por diminutivo a su amiga Doredai.
—No. —A Pip se le cerró el ojo izquierdo a pesar de que se esforzaba en ocultar su alivio.— Voy a contratar a la mejor montaraz de todo el norte: Aica. Nunca ha perdido un cliente y sabe todo lo que hay que saber de la aventurería. Venga, venga, todos, no seáis «mea-sueños», y decid que sí.
Y entonces ninguno de los amigos se contuvo, y gritaron, como hacían de niños cuando, imaginando, encontraban un monstruo temible: «¡Nos atrevemos a la aventura!»
Repitieron muchas veces el grito y tan alegre se puso Doredai que, por una vez, se fijó en su niño mascota. —¿Pip?
«¡Nos atrevemos a la aventura!» Seguían los demás gritando mientras bailaban y pisoteaban rítmicamente el suelo.
—¿Qué desea, joven ama?
—Vas a venir con nosotros «queridito queridín». Serás nuestro porteador y mozo de campo. ¿No es increíble?
«¡Nos atrevemos a la aventura! ¡Nos atrevemos a la aventura!» Los gritos de los amigos derivaron en cantos y el canto en un baile que aceleraba, haciéndose más divertido. En seguida les surgieron miles de ideas, cada vez más exageradas, de las grandes hazañas que acometerían en los días venideros.
Mientras, el pobre Pip, bajito y delgado, ya temía todas las maneras posibles de sufrir. Su única esperanza es que los señoritos se olvidaran mañana de todo esto. Si no sabían ni encender el fuego de la cocina, ¿cómo iban a sobrevivir fuera? Seguro que no iban a ir, que todo iba a ser un juego, ¿verdad?
Día 50 de la primavera del año 873
Quitando peso
Cuando Aica recibió la oferta no perdió un minuto. ¿Que unos jóvenes ricos querían una guía para un viaje de placer? No sería lo más heroico de su vida, pero era un trabajo fácil y necesitaba el dinero. Probablemente lo peor sería tener que soportar sus tonterías sobre el bosque y cosas así. Pero con tal que le pagaran le daría igual.
Pocos días le bastaron para preparar todo, llegar a Lwgar y darles la charla habitual a sus clientes. Lo primero que no compraran nada, que ya se ocuparía ella de adquirir el equipo. De lo contaría pasaría lo que pasaba siempre con los primerizos en la acampada: acabarían con equipo innecesario para lo que tenían que afrontar.
También tuvo que manifestar —cuando le hablaron de Pip— que le parecía absurdo llevar a un esclavo, y además un niño, pero que si se empeñaban en traerlo debería ser ella, la guía, quien se ocupara de él. De hecho lo tenía por escrito en su contrato. A Doredai esta condición le hizo tan poca gracia pero consintió con un: «Pues si es así que se quede en casa el queridín pequeñín.»
Después de eso se despidieron, quedando para partir al amanecer del día siguiente. Sin embargo, no fue sino hasta el mediodía que los clientes se dignaron a aparecer en la puerta de la ciudad.
Aica que vestía recia lona y gruesa lana, suspiró nada más verlos. ¿No les había dicho que no llevaran nada? Para eso había traído a Hada Feroz, su mula, y las cosas realmente necesarias. Bueno ni que se lo repitiera siete veces había surtido efecto. Ahí habían aparecido con cuatro mulas que luchaban contra la carga que sus dueños le habían hecho transportar. Lo primero cuatro baúles de ropas marrones porque, según Doredai, «en las aventuras se viste marrón», cuatro cestas de fruta, un barril de carne salada y bolsas de libros, «para entretenernos en las largas noches de la quietud encantadoramente sinuosa». Lo que es peor, todos habían aparecido armados hasta dar risa: un casco por cabeza y una cota de malla por cada cuerpo, una espada por mano, dos cuchillos por cinto, un escudo, pero ninguna lanza porque «eso es de pillablines», también dos mazas «contra monstruos acorazados», tres hachas, una ballesta, con sus cincuenta saetas, que nadie sabía usar y una hermosa alabarda gigante que enseguida tuvieron que devolver de lo pesada que era. Por último estaba el detallito que ninguna ni ninguno sabía guiar a una mula de ahí, en pequeña, muy pequeña parte, su retraso.
Aica se guardó sus risas para ella y entregó a los clientes lo que había comprado para ellos, incluyendo la comida y el pienso para Hada Feroz, que se bastaba para cargarlo todo.
—¿Por qué lleva pienso para su mula? ¿Acaso ignora que puede pastar de lo que encuentre por el campo? Y tenemos que ahorrar peso. —Fue Artín, por mucho que me cueste reconocerlo quien metió así la pata, pero la verdad es que nadie más consideró que las mulas comen.
Aica tuvo la tentación de dejarlo pasar y reírse después, pero hubiera sido muy desconsiderada con las pobres... mulas. —Concurro con el señorito en que puede pastar y pasta cada vez que tiene ocasión, pero sí solo hay pasto tiene que pasarse todo el día pastando y su aventura sería muy lenta...
—Quizás tenga usted razón —refunfuñó— está bien, encárguese usted de ello.
Día 51 de la primavera del año 873
A Entrepiedras
Cuando finalmente partieron, Aica los sacó del camino principal para que se endurecieran un poco. Si tenía que pasarles algo que fuera cerca de poblado y no en medio del inmenso bosque de Entrepiedras. El nombre no venía por capricho sino por las rocas que surgían en todas partes, emergiendo de las profundidades de la tierra. Cada roca —Aica lo creía— era la casa de un ser mágico, lo que no tiene nada de extraño en un bosque.
Pero no fueron voces extrañas las que escuchó a mediodía, sino los quejidos de sus clientes. No es solo que les dolieran los pies, es que ya tenían desgarros en sus «ropas de aventura» y el pobre Artín ya se había caído de rodillas dos veces.
Sin embargo, al acabar la jornada los jóvenes se consideraron a sí mismos los mejores héroes de la espesura. En solo cuatro horas —y con las explicaciones de su guía— consiguieron encender un fuego medio decente, y sin matarse en el intento.
Día 52 de la primavera del año 873
Una sombra acechante
En su segundo día de aventuras, que empezaron tarde por lo mucho que necesitaron dormir, pasaron tres cosas importantes: La primera fue que Aelian alcanzó la hazaña de hacer en el bosque todas las cosas que el cuerpo obliga. El dolor de su barriga había sido incentivo suficiente y todo salió muy bien gracias a que Aica había incluido en el equipo de su cliente lo necesario para limpiarse.
Lo segundo es que ya habían alcanzado la región de Entrerocas que llaman «la de las cuevas». Aica solo tendría que guiarlos un par de días más hasta alguna que más o menos coincidiera con el dichoso mapa y asunto resuelto.
La tercera cosa se merece más de un párrafo. Como quiera que llegó ese momento en el día en que sus clientes no podían dar un paso más, Aica, les encargó que intentaran montar el campamento por si mismos y se fue a explorar. Había notado algo peculiar, como si les estuviera siguiendo un ratón, cosa que no hacen pero los pilloblines sí. Pero lo que descubrió no fue ni uno ni otro, sino un niño humano mal vestido, aterido y embarrado que cargaba un gran saco azul.
—Holla, pillablín.
—Buenas tardes ama, ¿qué desea usted de mi?
—Saber tu nombre, podría ser Pip?
—Sí, ama.
—¿Y por qué me llamas ama? ¿Acaso soy tu dueña?
—No, es que, me equivocado, mamá... digo señora. Soy un tonto, per- dóneme.
—¿Tu no serás un poquito huérfano?
—Un mucho, señora. Es lo que los dioses decretaron para mí.
—Los dioses... vale... eso dirán esos... voy a jugar a cerrar mi bocaza.
Bueno, Pip, ¿me puedes hacer un favor?
—No puedo, señora, la joven ama Doredai me lo ha prohibido.
—Vale, pues si es así, me tendré que aguantar.
—Lo siento mucho señora.
—Da igual, tengo soluciones. —Y antes de que el chico pudiera responder o evitarlo Aica se lo cargó al hombro con saco y todo hasta llegar al intento de campamento de sus clientes.
Aica dejó al muchacho junto a ella, sin dar ningún reproche a quien se lo merecía. Doredai, sin embargo, protestó inmediatamente.
—Disculpe, señora, ¿dónde ha encontrado ese niño?
—Ahí atrás. —Aica respondió como si fuera tan habitual encontrar a un niño en el bosque como a una seta.
—¿Y qué estaba haciendo ahí?
—Eso solo lo puedo imaginar, no es que hable mucho.
—Pues, señora, resulta que ese niño es de mi propiedad. —A Aica eso le sonó como si hubiera reclamado la propiedad de una nube.— Pip, oh Pip, ¿qué has hecho, queridín querubín? ¿No te dije que te quedaras en casa?
El niño mantuvo baja la mirada, con los ojos casi cerrados, como hacía cada vez que su joven ama le obligaba a mentir. —Lo siento, ama, vuestra madre me mandó que os trajera este saco, pero no os encontré y decidí seguir el rastro pero como soy tan torpe no os pude alcanzar hasta ahora, lo siento. ¿Debo presentaros mi mano?
Una forma habitual de castigar a los niños esclavos en esa época y lugar era azotarles en la mano. Y aunque, como es obvio, Pip solo había seguido las órdenes de su joven ama, tenía también que mentir por ella con todas las consecuencias.
—No, Pip, está bien, te perdono, ya sabes que eres mi querubín pequeñín. Ya que estás aquí, nos podrás ser útil, ven y hazme...
Aica la interrumpió en ese momento. —Lo siento, señora, pero tenemos un contrato.
—Pero usted dijo...
—Pero usted firmó otra cosa, que cualquier esclavo que viniera con nosotros debía observar solo mis órdenes, por el bien de la expedición.
—Bawa, ¡qué afrenta a las sagradas Leyes de la República Humana! Dile a la señorita Aica que la Ley me permite hacer lo que desee con mi esclavo.
—Lo siento, Doredai, —Bawa era más amiga de la Ley que de ninguna otra cosa en la vida. —Pero Aica tiene razón. Es cierto que Pip es tuyo como cualquier otra cosa de tu propiedad, pero esencialmente cediste parte de tus derechos a nuestra guía. Hasta que no volvamos a casa solo ella podrá darle órdenes.
Y resultó así que Doredai tuvo que ceder, quedándose Pip con Aica, com- partiendo su refugio y su fuego, mientras señoritas y señoritos tuvieron que hacerse sus propias cosas.
Día 53 de la primavera del año 873
El diario de Doredai
Querida Diosa del Amor, nos hemos adentrado en el bosque profundo. Ésta es una aventura auténtica y me siento orgullosa de mis compañeras y "orogullosa" de mis compañeros también. Lo de "orogullosa" es una palabra ingeniosa que se me acaba de ocurrir, que me nació como un error divertido, pero supongo que de significar algo querría decir que hasta una oruga puede sentirse orgullosa aunque sus triunfos sean poca cosa. Bueno, me lío. Empiezo otra vez.
Querida diosa del amor, hasta ahora nuestro mapa ha resultado ser preciso. A lo mejor estoy siendo «orogullosa» pero me atrevo a soñar con que el tesoro es real. Aunque sé que es una tontería, ¿quién iba a vender un mapa así? Pienso que la vendedora añadió la nota del tesoro a un mapa auténtico para así venderlo mejor. Es lo que haría un pillablín, ¿no? ¿O fue la abuela? Hasta que se murió se le daban muy bien las bromas. Pero como encontremos mañana la vieja granja ruinosa que dice el mapa que está ahí, vamos a saltar de emoción. De la granja a esa cueva hay oco trecho, y en la cueva estará el túnel que lleva a la estatua que señala el lugar donde se encuentra el tesoro. Si nuestros deseos se hicieran realidad, volveríamos a ser como niños otra vez, y niños felices por siempre y para siempre. ¡Nos atrevemos a la aventura!
~ Diíta 54, precioso y soleado ~
Querida Diosa del Amor. Pip ha tomado el feo hábito de llamar «mamá» a esa «orogullosa» guía nuestra. ¿Cómo se atreve con esa mentira? ¿Y tratar de manera tan familiar a una persona libre? Tendré que castigarle cuando volvamos a casa, los malos hábitos hay que cortarlos de raíz. Lo que me es incomprensible es que Aica está contenta con esa actitud. Debe ser lo que pasa cuando eres tan pobre que no te puedes comprar ni un esclavo pequeño. Su «mamá», dice, como si los esclavos necesitarán madres.
Diíta 55 Frío espantoso!!!
Querida Diosa, ¡la encontramos!, ¡la granja!, ¡la encontramos! ¡Gracias! Muchas gracias. Hemos acampado en las ruinas la vida es tan maravillosa...
AH, MÁS BIEN, NO...
Estoy tan sucia y cansada como todos mis amigos. Solo Aica y el pequeño Pip están contentos, todo el día jugando a ser madre- hijo o algo así. ¡No puedo explicarlo de otra manera! ¡Locos!
¿Pero qué puede saber Pip de una madre? Mi querubín pequeñín es mono pero cuando todo esto se acabe y vuelva a casa sin Aica y... ¡estoy un poco celosa! ¿Será que ya quiero ser madre? Bueno, Diosa del Amor, te voy a hacer casito y dejarle ser feliz un ratito. Es un poco torpe y todo eso pero es un niño dulce, sería una atrocidad romperle estos fugaces momentos de felicidad.
Oh, Diosa del Amor, hasta cuando soy un poco estúpida me mejoras. Así que te propongo un trato, yo seré buena con el chico y Tú nos ofrecerás una aventura como las que jugábamos de chicos. No hace falta que sea real del todo, con que nos la creamos por un rato será suficiente. (Pero sin que los pillablines nos lleguen a capturar, por favor, seguro que en la vida real no es tan excitante). Muchas gracias, «amencito» y todo eso.
Día 56 de la primavera del año 873
Pilloblines, ¡todo un ejército!
Aica estaba muy satisfecha. Hasta ahora todo había ido mucho mejor de lo que podía esperarse. A decir verdad sus clientes se empezaban a adaptar a su nueva experiencia. Y Pip le había despertado algo muy profundo y cálido en su alma. No iba a comprarlo, claro, los esclavos salían caros, pero, sobre todo no se iba perdonar nunca comprar gente como se compra un burrito. Las gentes del bosque no hacían eso.
Pip, por su parte, vivía en su mundo de fantasía temporal donde sabía y no sabía, que Aica no era su madre. Mientras se dejara llamar «mamá», a él le daba igual todo. Y aunque era suficientemente mayor para saber que todo terminaría tras la aventura, por el momento, hacía como si nunca fuera a pasar. Hasta soñaba que moriría en los brazos de la guía, y pensaba que sería lo más bonito del mundo, sino fuera por las tristezas de su «mamá».
No, ya lloraría otro día, hoy tocaba ser feliz. Además, ¿no estaban los jóvenes amos teniendo su propia fantasía tonta de tesoros mágicos? Al menos Aica le quería de verdad, aunque fuera un poquito. Bueno, pues en esos pensamientos estaba cuando iba de madrugada al pozo a por agua. Aunque en casa hacía lo mismo todos los días, ahora le parecía el honor más grande del mundo, porque se lo había pedido —que no ordenado— su «mamá». Y así, con una sonrisa con chispitas y resplandores, colgó el cubo de la cuerda, lo descendió al interior del pozo con el quejido de la polea y... ¡los descubrió! No en el pozo, sino el borde del bosque: ¡pilloblines!
A Aica le costó creerle cuando volvió todo mojado. —Pip, no se cuentan bromas de... —Se paró en cuanto se fijó en el miedo en sus ojos.— Mi héroe, ¿los has visto?
—Que sí, mamá.
—Entonces también te vieron a ti. Rápido, despertemos a esas muñecas y salgamos corriendo. Todo irá bien.
—Sí mamá. —Pip sonreía, le hacía gracia que Aica llamara «muñecas» a los amos, chicos incluidos. Además, le había dicho que todo iba a ir bien, así que no había de qué tener miedo.
Aica desenfundó un cuchillo que solo ella llamaría pequeño. —Ten, esta es tu daga. Y no me digas nada de que no te dejan llevar armas, la coges y te quedas cerca, los pilloblines no son tontos, siempre van primero a los que van desarmados.
Dos segundos después, Aica estaba gritando a las «muñecas». —¡Pillablines! Todo un ejército, calzáos y corred conmigo.
—Pero, ¿y el equipo? —Protestó Artín.
—Los pillablines se lo quedarán y se distraerán. Pip, libera a las mulas y manda cada una a una dirección distinta.
El niño partió con la rapidez de un halcón.
—¿Y qué pasa con la aventura?
Aica tuvo que contenerse. —Ahora la aventura es salir con vida.
—Amigos tenemos que seguir a nuestra guía. —La voz de Doredai sonaba como si estuviera jugando, pero dicho eso, era lo más sensato que esos cinco podrían hacer.
Día 57 de la primavera del año 873
Magia, humilde y amable
Tras la escapada el grupo se había refugiado tras un anillo de zarzas y rocas que los montaraces del norte llaman fuertes de espinas. Este en particular había sido preparado previamente por Aica con un refugio de lonas en su interior. La idea había sido hacer creer a sus clientes que estaban en una auténtica aventura. Por supuesto, ahora que los perseguían de verdad, tendrían toda la aventura que habían soñado y con un montón de extras. Aica no sabía cómo había logrado escapar con esas muñecas. Ninguna y ninguno estaba en buena forma y dos eran decididmente gordos. Quizás los pilloblines habían perdido el tiempo discutiendo quién tendría el honor de marcar sus culitos a fuego. Aunque Aica no se creía eso último, los pillablines no serían ninguna broma.
En primer lugar «pillablines» era solo el nombrete que los humanos les habían puesto. Zrungs era su nombre verdadero y estaban hartos de nosotros porque, a decir verdad, era mucho más común que un Zrung fuera esclavizado o muerto por los humanos, que al revés. Ni siquiera ella sabía mucho de cómo serían los Zrungs libres en realidad, y no le apetecía descubrirlo siendo su prisionera.
Cuando caía la noche y los clientes se durmieron acurrucados, Aica fue a salir del refugio.
—Mamá —susurró Pip— ¿pasa algo?
—Calla, Pip, sígueme, vamos a cantar.
Pip no entendió porqué Aica le llamaba la atención por hablar y, a la vez, le invitaba a cantar. Pero fuera como fuese, la siguió. Guía y niño caminaron hasta un claro cubierto de flores, pardas bajo la luz de la luna. Allí se sentaron de piernas cruzadas sobre el musgo. Pip, vestido con sus ropas baratas, sintió todo su frío y humedad, pero no se quejó. —Pip, vamos a hacer una magia que no se llama magia, que se canta sin música y sin palabras. Es solo un baile de labios, mira los míos y deja que los tuyos dancen como los míos danzan.
Empezaron y en la mente de Pip, o quizás en su corazón, pero nunca en sus oídos escuchó la canción que ambos cantaban: «Arai, aa, aai, aii. Lebai, baa, baai, baaai» Entonces un pequeño zampullín voló desde un lago y se posó en los pies del niño. Poco después una paloma hizo lo mismo en las piernas de Aica. Vino también un vencejo sobre el hombro de Pip y una cigüeña negra se quedó junto a la guía. El corazón del niño temblaba de alegría, pero se quedó perfectamente quieto, recordando que los enemigos podrían estar cerca.
—Besa a tus pajaritos, Pip, yo besaré a los míos. Dulce, y suavemente, nuestra magia es amable.
Pip dio a cada animal un besito en la punta de la cabeza, ocasión que fue aprovechada por una garrapata sin que el niño se diera cuenta.
—Muy bien. Ahora ata las cintas que te doy en sus patas. En la tela Aica había escrito: «¡¡Ejército zrung!! Granja Vieja de Entre- rocas ¡Ayuda! Aica.»
Día 58 de la primavera del año 873
¡Nuestra cueva!
Aica despertó a todos antes del alba. —Vamos al norte—Los jóvenes abando- naron el refugio y la siguieron a regañadientes, pensando que si la ciudad quedaba al sur allí debería huir. Pip, por supuesto, confiaba del todo en ella. Sonreía porque si aquellos eran los últimos días de su vida, por el sol y la luna que estaban siendo los mejores.
Pasaron dos horas luchando contra las empinadas cuestas, las rocas y las raíces que cruzaban el suelo. Aica había parado a menudo para comprobar que no les seguían, pero esa vez, le preocupó lo que había descubierto adelante, escondido entre los arces.
—Callénse todos. Al suelo. Emboscada... nos están esperando. Silencio. Uno... dos... tres... cuatro... los espíritus del bosque contaban estremecidos.
—Silencio.
Cinco... seis... siete... ... ocho... nueve... diez... once... doce... las hadas de los bosques susurraban llenas de miedo.
—Síganme. Hagan lo que yo haga, aunque crean que no pueden.
A su izquierda la colina caía con una pendiente de las que dan miedo mirar. Aica la tomó corriendo con Pip de la mano. Una tras otro, venciendo miedos y dudas los clientes les siguieron, tan silenciosos y ligeros como pudieron.
Aica se detuvo para que los clientes la alcanzaran. Atrás arriba descubrió los feroces rostros beige de esos Zrungs, sus gambesones gruesos, sus verdes escudos obolongos y sus haces de jabalinas corriendo en su persecución. Ahora nadie se atrevería a llamarlos «pilloblines». ¿Qué debía hacer? ¡Correr! ¿A dónde? Sus clientes no podían ganar una carrera contra estos hijos del monte. Ya luchaba contra sus instintos de luchar hasta la muerte para que los otros pudieran escapar cuando descubrió la salvación.
—¡A esa gruta! ¡Síganme!
Doredai, Artín, Bawa, Caud y Aeliar dudaron de sus ojos. Esa cueva, abría su boca en el centro de una roca con forma de murciélago, exactamente como decía el mapa del tesoro.
«¡El corazón del valor! ¡Nos atrevemos a la aventura!» Eso gritaron los cinco amigos, dejando a Aica y a Pip preocupados por su salud mental. Cerca, los Zrungs preparaban ya sus armas.
Día 59 de la primavera del año 873
Lucha desesperada
Tan pronto como alcanzaron la boca de la cueva, Aica empujó todos adentro y desenvainó su espada corta. Caud alzó tímidamente su maza y Pip asió su daga poniendo la cara más feroz que podía falsificar. Todos los demás había perdido sus armas en la huída.
—¡Búsquense un arma! ¡Aunque sea una piedra! —Dijo Aica.
Doredai encontró una roca, Bawa se quitó el cinto, lista a golpear con la hebilla. Artín y Aeliar se conformarían con puñetazos y patadas. Los enemigos se detuvieron, formaron un muro de escudos y cantaron sus propias oraciones a su Espíritu de la Montaña.
—¿Qué dicen, Aeliar? —Preguntó Caud.
Su amiga rebuscó en su mente lo poco que había aprendido en la escuela de la lengua de los zrungs. —Algo de sangre y del camino de los fantasmas. —Cállense todos y vayamos más adentro. —–Aica ya había perdido la paciencia.
—Zruungwar! —El grito de los zrungs podría traducirse como «vamos al camino de los fantasmas».
Pronto los estrechos túneles de la cueva se transformaron en un caos de gritos y muertes. Aica abatió a un zrung de ojos verdes mientras una jabalina rasgó el rostro de Artín y corrió aún más adentro, seguido por Cauda, Bawa y Aeliar. Aica, retrocedía luchando, cortando el paso a los enemigos.
Mientras tanto Doredai y Pip se vieron separados, empujados hacia otro corredor, aún más estrecho y oscuro. Desde allí llegaron a una cámara circular desde la que salían doce pasadizos cavados toscamente a pico y pala. Lo que era más increíble es que ahora podían verlo todo, una luz verde descendía del techo.
—¡Luces de hadas, Pip! —Exclamó Doredai. —Conozco este sitio, «querubín pequeñín» ¡Ven conmigo!
Los dos desaparecieron en un pasadizo marcado con los cuernos de un toro justo antes de que les alcanzaran. Corriendo, arrastrándose y volviendo a correr se mantuvieron delante de sus enemigos. Una jabalina cayó junto a la chica, Doredai la recogió y siguieron adelante. El pasadizo se dividió en dos, a izquierda y derecho, y luego arriba y abajo y luego en cinco direcciones distintas y finalmente en cuatro. Pero para asombro de Pip su joven ama sabía exactamente a dónde había que ir, ganando minutos de incalculable valor mientras que sus perseguidores tenían que dispersarse, buscándoles por todas partes.
En el otro lado de la cueva, la batalla iba empeorando para los zrungs, porque los jóvenes también sabían exactamente dónde esconderse y desde allí podían apedrear a sus enemigos, para luego desaparecer y atacar desde otro sitio. Aica podía aprovechar así la confusión para derrotar a un zrung tras otro, hasta que los que quedaron decidieron huir.
—¡Pip, Doredai! —Por primera vez la voz de la guía dejaba mostrar miedo.
—Aica, sé dónde están. Dijo Aeliar, más convencido que nunca en su vida.
—¿Estás seguro?
—Sí, si no están muertos... es todo como en el juego. Doredai estará en el cora... —El joven se interrumpió a sí mismo. —Conozco un atajo, lo conocemos todos, confía en nosotros, por favor.
El Corazón del Valor
Pip no dijo nada porque no le quedaba aliento y Doredai enmudeció porque lo que encontró no era lo que esperaba. La estatua no era la de un rey humano sino que aparentaba ser una especie de mercader zrung, o quizás alguna criatura aún más fea. Pero seguía apuntando al muro opuesto y allí había una cajita de bronce. Entre sonidos de pisadas, Doredai se lanzó a por ella. Pip se escondió en la entrada, daga en mano, sin entender qué hacía la joven ama, pero no era momento para preguntas.
Doredai abrió la caja. Sonrió, no estaba hecho de oro, ni de acero-del-alba, ni de un gran rubí ni de otro material que ella o sus amigos pudieran haber soñado, pero de vieja madera oscura. —¡Mira, Pip, el Corazón del Valor! —Nadie estuvo nunca, ni estará, más feliz.— Dulce Diosa del Amor, ¡voy a subir de nivel!
Dos enemigos irrumpieron en ese instante. Pip intentó apuñalar a uno pero falló patéticamente. Doredai empuñó la jabalina robada y cargó contra el primero, perforando su estómago, y haciendo que el otro se retirara.
—¡Pip! ¡Sígueme! ¡Te protegeré un poquitito, chiquitito!
Al instante llegaron nuevos zrungs y volaron las últimas jabalinas. Una alcanzó a Doredai en el muslo, pero siguió luchando. Los zrungs no se compadecieron de la chica y, tomando dagas, corrieron a por ella.
Sangre y lágrimas
—¡Pip! ¡Doredai! Cuando Aica apareció por el pasadizo secreto se encontró a Pip en el suelo aún sosteniendo su daga manchada de sangre zrung. Manchada con su propia sangre estaba su túnica y el suelo.
Aeliar, Artín, Bawa y Caud llegaban ahora, llevándose las manos a la cabeza.
Aica se lanzó a cerrar la herida.
—Doredai, ¿dónde está Doredai? —La pregunta de Bawa recibió como única respuesta la mirada dura de Aica, que luchaba por contener la pérdida de sangre del niño.
—Mamá, ayúdame, duele.
Los demás fueron a buscar a su amiga perdida. Pero ya no había rastro de la pelea, ningún grito que escuchar, ningún entrechocar de armas, ningún cuerpo cayendo a la roca, ni siquiera el susurro de un ratón. Pasando por encima de enemigos moribundos, llegaron al cuerpo de Doredai. Con sus ojos cerrados aún vestía su última sonrisa y el Corazón del Valor, descansaba sucio junto a su pierna destrozada.
Tomaron el amuleto y, arrastrando el cuerpo inerte de su amiga, volvieron con Aica.
—Pip está durmiendo. He cerrado la herida, y le he hecho cosas que yo sé, pero es tarde, morirá. —Aica se estremcía sin llegar a llorar.
—Doredai ya está muerta. —Musitó Bawa.
Aica le puso la mano en el hombro. —Te has portado bien, todos lo habéis hecho.
—¡Doredai! —Aeliar se arrodilló, rompiendo en lágrimas
—Escuchad, voy afuera a por hojas de dulce-beso y flores de perlas-de-agua. Mientras respire no voy a dejar de luchar. Quedaos con Pip, mantenedle caliente. Volveré.
Una extraña razón para morir
Pasó una hora; los jóvenes hubieran jurado que había durado un siglo de infierno. Mientras los otros dos se quedaron vigilando, Aeliar y Caud permanecieron con el niño, que despertó tan pronto como se agotó la energía del conjuro de Aica.
—Mamá, me duele.
Aeliar se le acercó. —Volverá pronto, con plantas medicinales, te curará.
—Gracias, mamá.
Aeliar sintió un puñetazo en el alma. "No soy..."
Caud la interrumpió —Sigue el juego.
—Mamá, me duele.
—Te duele pero has ganado a los malos.
—Sí, ¡ya has subido a nivel tres! —Caud habló como si eso pudiera significar nada para el pobre esclavito que nunca había podido compartir sus juegos.
—Lo que dice es que eres un héroe, desde ahora y para siempre. —Aeliar nunca había sacado una voz tan dulce.
—Doredai murió por mi... raro...
—Calla, mi gorrioncito. —Aeliar intentaba imitar la voz de Aica.
—Mamá, canta tu canción, me quiero dormir para siempre.
Los ojos de Pip se cerraron, los de los jóvenes se tintaron de terror, Caud acercó su oreja al pecho del niño. —Vive.
Día 60 de la primavera del año 873
Vale, clérigo
Todavía era de noche. Caud guardaba a Pip, que descansaba bajo su capa.
—¿Respira? —Aeliar volvía de hacer guardia, esperando el retorno de Aica.
—No muy bien. —Replicó Aeliar, al notar ya estertores de muerte.
—Si Aica no viene pronto... y aunque venga... ¿puedo preguntarte algo sin que me tomes por loco?
—Eso nunca.
—El corazón del valor.
—Estás chiflado.
—Pero se decía que devolvía la salud, siempre funcionaba en todas nuestras aventuras.
—No digas tontadas, eso requiere magia de un tipo que no existe, si es que existe magia de algún tipo.
—¡¿Ah, sí?! Mira donde estamos. El mapa también era falso, ¿no? Sé que me puedo estar engañando, ¿y qué? ¿lo vamos a matar dos veces?
—Vale, clérigo.
Caud tomó el corazón de madera que yacía junto al cadáver de Doredai y lo puso en las manos del chico. —¿Basta con eso?
—Probablemente no.
Los jóvenes se quedaron contemplando a Pip, buscando alguna señal de mejora, pero el chiquito solo dejaba salir el dolor al respirar
Día 80 de la primavera del año 873
Un viaje triste y largo
Tras atravesar días duros y tristes los supervivientes caminaban como fantasmas perdidos. Sin embargo, estaban vivos. Los tres primeros días tras la vuelta de Aica y el entierro habían sido horribles. Los zrungs habían vuelto tras su pista y tuvieron que correr de escondite en escondite, a veces de noche. Y todo transportando a Pip, porque si ese Corazón del Valor tenía magia, funcionaba muy lentamente.
Su salvación solo llegó cuando una milicia de voluntarios los alcanzaron. Por increíble que parezca una vieja señora, a la que todos llamaban bruja, había recibido el mensaje de la pata de un zampullín. Gracias a eso los vecinos pudieron poner en fuga a los Zrung y ahora reaprovisionaban a los supervivientes.
Pero la alegría del rescate duró muy poco. Todavía tuvieron que volver a casa, y con el recuerdo de Doredai, la ruta se les hacía horrible. Tampoco pudieron quitarse las penas al llegar a los muros de Lwgar. Pip, que ya podía caminar, fue a la casa de su joven ama muy despacio, resignado a su destino. Y Aica caminó junto a él, perdiéndose a posta, tratando de retrasarlo todo, sabiendo que sería la última vez que lo vería. Pip era aún un esclavo, y ahora tendría que afrontar a la madre de Doredai. En eso estaban cuando Caud, Aeliar, Bawa y Artín los alcanzaron. —No vayáis todavía, por favor. Si lo hacéis la madre de Doredai castigará a Pip... severamente. —Dijo Bawa.
—Mi padre es dueño de una posada en la puerta norte, no es para ricos, la encontraréis aceptable. —Dijo Artín— Basta que digáis que os invito yo, no tendréis que pagar nada. Esperadnos, vamos a hablar con la madre de Doredai y se lo explicaremos todo, no vaya a ser que se enfade con Pip que no tiene culpa de nada. Dadnos cuatro días, hasta el funeral no vendrá ningún guardia a por Pip, nosotros nos ocupamos.
Nuestro héroe para siempre
Pasaron tres días. Aica no se quedó en la posada, sino que acampó junto al mar, entre un farallón donde anidaban los frailecillos y una playa ante la que jugaban las focas. Allí niño y mujer cantaron, jugaron y se contaron historias como si fueran a vivir juntos para siempre. Dicen, aunque esto puede ser un cuento, que el zambullín de Pip se presentó a ellos, invitando también a dos familias de frailecillos para comer juntos grandes montones de pececitos.
Al cuarto día volvieron a la ciudad en sus ropas avejentadas y sus caras marchitas, donde ya cerca de la casa de Doredai les encontraron los cuatro supervivientes de la aventura, vestidos con sus mejores ropas y portando solemnente un pergamino enrollado.
—Pip, —dijo Artín tras los saludos— perdona, pero no te han invitado al funeral.
—Lo entiendo, jóvenes amos.
—Ya no tienes que llamar a nadie así nunca más. —Caud le entregó el pergamino.
—¿Qué dice? —A Pip no le habían enseñado a leer.
—Mira, es tu nombre, te hemos comprado por medio penique.
Aica enrojeció. —Como sea una broma.
—No, de verdad. La madre de Doredai lo ha dejado ir después de que se lo contáramos todo, y le explicáramos como hubiera complacido a su hija liberar a Pip, y que a la Diosa del Amor también le complacería.
—Ahora te liberamos, —añadió Bawa— en nombre de nuestra amiga.
—Pip, puedes ir con Aica, si quieres, o con quien te dé la gana. Eres libre.
—Y serás nuestro héroe para siempre
Fin